Una Ecología sin extremismo: cuida del planeta y de la humanidad

Publicado en: NEOPAGANISMO | 0

Ecología

El origen divino –y no el carácter divino– de todo lo que existe le da su consistencia y valor: “el mundo procedió de una decisión, no del caos o la casualidad, lo cual lo enaltece todavía más”.

 

 

Lo ecológico ocupa un lugar fundamental en la Nueva Era. De hecho, el movimiento ecologista actual le debe mucho a esta corriente espiritual, que ha actuado y sigue ejerciendo en muchas ocasiones como “alma” del ecologismo, sobre todo del más radical.

 

En la Nueva Era se habla de la Tierra e incluso del Universo como un gran organismo vivo, que se considera de manera personal y divina. Pero la encíclica del papa Francisco “sobre el cuidado de la casa común”, titulada Laudato si’, muestra una ecología equilibrada, cristiana, que no cae ni en el extremo de la explotación de la naturaleza ni en su divinización.

 

Veamos a continuación algunos de los puntos de la encíclica que explican cuál es la visión cristiana del medio ambiente y que, como podremos comprobar muy bien, son diametralmente opuestos a lo que enseña la New Age.

 

Distinción entre el Creador y la creación

 

Si hay algo que destaca en el documento –como no podía ser de otra manera– es la permanente referencia a Dios como Creador y al mundo como la creación, lo creado. Si nos ponemos a contar, encontramos en el texto casi 150 veces los términos Creador, creadora, creación y criatura.

 

Dios lo ha hecho todo según su proyecto de amor y “la humanidad aún posee la capacidad de colaborar para construir nuestra casa común” (13). “Todos podemos colaborar como instrumentos de Dios para el cuidado de la creación” (14), escribe el Papa en Laudato si’.

 

El Papa reconoce que “algunos rechazan con fuerza la idea de un Creador” (62), y por ello dedica el segundo capítulo de Laudato si a lo que denomina “El Evangelio de la Creación”. Haciendo un repaso a la Sagrada Escritura, señala cómo los salmos invitan a la alabanza del Dios Creador, y no sólo se dirigen a los hombres, ya que “también invitan a las demás criaturas a alabarlo” (72). Por eso dice después: “existimos no sólo por el poder de Dios, sino frente a él y junto a él. Por eso lo adoramos” (72).

 

La adoración es debida sólo a Dios. La literatura profética abundará en esto al aludir al poder del Dios Creador: “De hecho, toda sana espiritualidad implica al mismo tiempo acoger el amor divino y adorar con confianza al Señor por su infinito poder” (73).

 

El universo está “abierto a la trascendencia de Dios” (79), es decir, a algo que va más allá de él. No podemos identificar todo lo que existe con lo divino, con esas actitudes de panteísmo (todo es Dios) o panenteísmo (Dios contiene al mundo) tan propias de la Nueva Era.

 

Como subraya Francisco, “el pensamiento judío-cristiano desmitificó la naturaleza. Sin dejar de admirarla por su esplendor y su inmensidad, ya no le atribuyó un carácter divino” (79). Por eso habla de la “presencia divina” (80) en la naturaleza, pero a la vez de “la legítima autonomía de las realidades terrenas” (80).

 

Francisco anima a encontrar a Dios en todas las cosas, pero no se trata de identificación, sino que Dios está íntimamente conectado a todos los seres, como señalan los místicos” (233-234). “Toda la naturaleza, además de manifestar a Dios, es lugar de su presencia… pero cuando decimos esto, no olvidamos que también existe una distancia infinita, que las cosas de este mundo no poseen la plenitud de Dios” (88), explica el Papa.

 

La defensa del Dios Creador se hace aún más explícita e importante cuando dice que “no podemos sostener una espiritualidad que olvide al Dios todopoderoso y creador. De ese modo, terminaríamos adorando otros poderes del mundo, o nos colocaríamos en el lugar del Señor” (75). Por eso llama claramente a “volver a proponer la figura de un Padre creador y único dueño del mundo” (75).

 

El Papa también habla de Dios trinitario en relación con la creación: “el mundo fue creado por las tres Personas como un único principio divino” (238). Por eso “toda la realidad contiene en su seno una marca propiamente trinitaria” (239) y el hombre ha de procurar “leer la realidad en clave trinitaria” (239). Reitera después que el mundo ha sido “creado según el modelo divino” (240) e invita finalmente a “madurar una espiritualidad de la solidaridad global que brota del misterio de la Trinidad” (240).

 

Mejor “creación” que “naturaleza”

 

Continuando con la reflexión anterior, que distingue al Creador de la creación, acabando con cualquier intento de divinización del medio ambiente, el Papa escribe que para nosotros, “decir “creación” es más que decir naturaleza, porque tiene que ver con un proyecto del amor de Dios donde cada criatura tiene un valor y un significado” (76). Por eso “la creación sólo puede ser entendida como un don que surge de la mano abierta del Padre de todos” (76).

 

Al separar a Dios del resto de lo que existe no se está minusvalorando la realidad creada, sino que se le otorga su verdadera dignidad. Por ello Francisco cita al patriarca de Constantinopla, Bartolomé, que afirma que “un crimen contra la naturaleza es un crimen contra nosotros mismos y un pecado contra Dios” (8). El origen divino –y no el carácter divino– de todo lo que existe le da su consistencia y valor: “el mundo procedió de una decisión, no del caos o la casualidad, lo cual lo enaltece todavía más” (77).

 

Por otra parte, en las pocas ocasiones en las que el obispo de Roma se refiere a la “madre tierra”, lo hace con minúsculas, en el sentido en el que la llamaba así san Francisco de Asís, mezclando siempre ese apelativo con el de “hermana”.

 

En otro lugar el Papa habla de la tierra como propiedad de Dios, lo que tiene como consecuencia el que las personas no puedan poseerla a perpetuidad (67), y se refiere a la conciencia que tenía el pueblo de Israel del “regalo de la tierra con sus frutos” (71). Pero la valoración de la naturaleza como algo digno de un respeto sagrado, comenta, “no significa igualar a todos los seres vivos y quitarle al ser humano ese valor peculiar que implica al mismo tiempo una tremenda responsabilidad. Tampoco supone una divinización de la tierra que nos privaría del llamado a colaborar con ella y a proteger su fragilidad. Estas concepciones terminarían creando nuevos desequilibrios por escapar de la realidad que nos interpela. A veces se advierte una obsesión por negar toda preeminencia a la persona humana, y se lleva adelante una lucha por otras especies que no desarrollamos para defender la igual dignidad entre los seres humanos” (90).

 

Y algo muy importante: la creación es buena –tal como recoge el relato del Génesis–, pero no perfecta: Dios “quiso limitarse a sí mismo al crear un mundo necesitado de desarrollo, donde muchas cosas que nosotros consideramos malas, peligrosas o fuentes de sufrimiento, en realidad son parte de los dolores de parto que nos estimulan a colaborar con el Creador” (80).

 

Pero hay que tener cuidado frente a la tentación permanente de la gnosis, apoyándonos en que “Jesús estaba lejos de las filosofías que despreciaban el cuerpo, la materia y las cosas de este mundo” (98).

 

En otro lugar, frente a la ideología de género y todos los intentos de eliminar las diferencias sexuales –algo muy propio de la Nueva Era–, señala que “también la valoración del propio cuerpo en su femineidad o masculinidad es necesaria para reconocerse a sí mismo en el encuentro con el diferente” (155).

 

El verdadero valor de los seres vivos

 

Los seres creados por Dios tienen su importancia y dignidad precisamente por la distinción que hemos analizado antes. La responsabilidad del ser humano es la de la custodia y la protección de algo que es mediación del Creador para él. De ahí la gravedad de la situación actual: “por nuestra causa, miles de especies ya no darán gloria a Dios con su existencia ni podrán comunicarnos su propio mensaje” (33).

 

Queda claro, pues, que las criaturas alaban a Dios por el mero hecho de existir y no se alaban a sí mismas. Esto no les quita su dignidad, sino al contrario: “porque todas las criaturas están conectadas, cada una debe ser valorada con afecto y admiración, y todos los seres nos necesitamos unos a otros” (42).

 

La existencia de los demás seres vivos ha de ser reconocida por los cristianos como una referencia al Creador, a quien simplemente existiendo le dan gloria (algo que aparece claramente en el Catecismo de la Iglesia Católica). Por eso “hoy la Iglesia no dice simplemente que las demás criaturas están completamente subordinadas al bien del ser humano, como si no tuvieran un valor en sí mismas y nosotros pudiéramos disponer de ellas a voluntad” (69).

 

Según explica Francisco, “todo el universo material es un lenguaje del amor de Dios, de su desmesurado cariño hacia nosotros” (84). Por eso abunda en esta continua referencia de la creación a su Creador: la “contemplación de lo creado nos permite descubrir a través de cada cosa alguna enseñanza que Dios nos quiere transmitir” (85).

 

Dios se revela en la naturaleza (o, más estrictamente, se manifiesta, según la expresión empleada por Juan Pablo II). El proceso lógico nos hace pasar de la contemplación a la adoración, al descubrir el “reflejo de Dios que hay en todo lo que existe” (87).

 

Se requieren administradores responsables

 

El papel y el valor del ser humano son especiales, y no puede equipararse al resto de la realidad existente, ni siquiera al resto de los organismos vivos, porque tiene una “dignidad especialísima” (43). Ya en los primeros números el Papa habla del “ambiente humano” (5) al referirse a la naturaleza, poniendo al hombre en el centro, ya que él tiene capacidad de transformar la realidad.

 

También alude al “sentido humano de la ecología” (16). Porque “ha sido creado para amar” (58), Francisco se refiere a los logros humanos y sus gestos de cuidado: no todo es una valoración negativa de la acción del hombre sobre la naturaleza. Por eso mismo considera un extremo la postura que afirma que el hombre sólo daña el medio ambiente y que por ello “habría que reducir su presencia en el planeta” (60).

 

En su exposición doctrinal del segundo capítulo subraya el carácter especial de la creación de la humanidad dentro del proceso de creación del universo por parte de Dios y habla de una “dignidad infinita” (65). Recuerda que, como señalaba Benedicto XVI, “cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios” (65).

 

Los relatos del comienzo del Génesis nos indican las tres relaciones fundamentales en las que se basa la existencia humana: “con Dios, con el prójimo y con la tierra” (66). De esta forma, el pecado aparece como una ruptura: “la armonía entre el Creador, la humanidad y todo lo creado fue destruida por haber pretendido ocupar el lugar de Dios, negándonos a reconocernos como criaturas limitadas” (66).

 

El Papa subraya una y otra vez la peculiaridad del hombre: “cada uno de nosotros tiene en sí una identidad personal, capaz de entrar en diálogo con los demás y con el mismo Dios” (81).

 

Además, “la novedad cualitativa que implica el surgimiento de un ser personal dentro del universo material supone una acción directa de Dios, una llamada peculiar a la vida y a la relación de un Tú a otro tú” (81). Pero esta defensa del antropocentrismo (es decir, que el ser humano está en el centro) no es absoluta, ya que Dios y la realidad creada tienen su sitio y, de esta forma, sitúan al hombre en su lugar exacto: “no somos Dios. La tierra nos precede y nos ha sido dada” (67).

 

Por ello Francisco denuncia de manera reiterada lo que denomina un antropocentrismo despótico o desviado: “En la modernidad hubo una gran desmesura antropocéntrica que, con otro ropaje, hoy sigue dañando toda referencia común y todo intento por fortalecer los lazos sociales. Por eso ha llegado el momento de volver a prestar atención a la realidad con los límites que ella impone, que a su vez son la posibilidad de un desarrollo humano y social más sano y fecundo. Una presentación inadecuada de la antropología cristiana pudo llegar a respaldar una concepción equivocada sobre la relación del ser humano con el mundo. Se transmitió muchas veces un sueño prometeico de dominio sobre el mundo que provocó la impresión de que el cuidado de la naturaleza es cosa de débiles. En cambio, la forma correcta de interpretar el concepto del ser humano como «señor» del universo consiste en entenderlo como administrador responsable” (116).

 

Y esto desde las raíces más profundas de la fe cristiana, ya que “la Biblia no da lugar a un antropocentrismo despótico que se desentienda de las demás criaturas” (68), sino que exige que el hombre “respete las leyes de la naturaleza y los delicados equilibrios entre los seres de este mundo” (68).

 

La “ecología integral” con sentido de trascendencia

 

En síntesis, el título de la encíclica nos dice cuál ha de ser la actitud del ser humano ante la naturaleza: adoración a Dios, que es el autor de lo que existe y es quien debe ser alabado. Por eso en el comienzo el pontífice presenta a san Francisco de Asís como ejemplo de una “ecología integral” (10), ya que “nos propone reconocer la naturaleza como un espléndido libro en el cual Dios nos habla y nos refleja algo de su hermosura y de su bondad” (12).

 

El santo medieval italiano también es modelo de “una sana relación con lo creado” (218). Y llama al “respeto de los ritmos inscritos en la naturaleza por la mano del Creador” (71).

 

El Papa propone a los cristianos en este documento “algunas líneas de espiritualidad ecológica que nacen de las convicciones de nuestra fe” (216), que podrían resumirse en la llamada a “vivir la vocación de ser protectores de la obra de Dios” (218).

 

En fin, en la oración cristiana –la segunda de las que propone para concluir Laudato si–, Francisco le dice a Dios: “enséñanos a contemplarte en la belleza del universo, donde todo nos habla de ti”. Presencia de Dios, pues, en las criaturas, pero distinción, alejada de todo panteísmo.

 

 

Autor: Luis Santamaría del Río